y seguí llorando. Por fin se acabó la sesión y salimos a la calle ya de noche, yo cabizbaja y triste. Cerca de casa eché a correr con la única intención de llegar la primera y contárselo a mi madre, pero calculé mal la distancia y papá, corriendo más que yo, me cogió delante de una lechería, me dio una bofetada y me amenazó con darme más en casa y desmentirlo todo. No dije nunca nada a mi madre, pero tampoco volvimos al cine “Las Cañas”. Más tarde, cuando ya no vivíamos allí, nos enteramos que el matrimonio se había separado y por justicia las niñas fueron internadas a favor de la tutela del padre y Rosita sólo tenía el derecho de visita ¡pobres niñas que sufrieron de la ligereza de su madre! Moralmente y sin darme
cuenta empecé a perder toda la confianza que tenía en mi padreMamá tenía lindos cabellos negros y de un ondulado natural; no era bonita pero tampoco fea y tenía ojos negros y hermosos. Yo me he parecido físicamente mucho a mi padre a tal punto que teniendo yo entre trece y dieciséis años, la gente que no nos conocía nos tomaba por hermanos, viéndonos casi siempre juntos pues todas las compras de telas de vestidos o ropa interior o zapatos, yo las hacía en compañía de mi padre. Puedo decir que mi primer sostén me lo trajo mi padre. Él tenía la suerte de que siempre pareció diez años de menos y era lo que entonces se llamaba un hombre guapo, que por su talla y por su porte atraía la mirada de las mujeres. Años más tarde me enteré que mantenía una “relación” con una obrera del taller donde trabajaba. También recuerdo que paseando con un labrador asturiano que vino a Barcelona con un vagón de ganado papá le decía que cuando yo tuviera dieciocho o veinte años me llevaría con él a ver un espectáculo de cabaret, por lo que durante bastante tiempo estuve temiendo llegar a esa edad, pues todo lo referente a frivolidad me inspiraba horror.Con mi padre iba también los domingos al Centro Asturiano sito en pleno paseo de las Ramblas de las Flores, al lado de la gran Farmacia Segalá, que siempre estaba abierta día, noche y fiestas. El Centro Asturiano estaba muy animado y como el piso era grande había sala de baile con gramófono, bar y otra sala donde los hombres hablaban o jugaban al dominó, a las cartas o al ajedrez. Allí se celebraban bailes de Carnaval con premios; un año una señora, esposa de un industrial, vino disfrazada de don Pelayo y se llevó el primer premio, un collar de bolitas verdes que me regaló. Una sola vez recuerdo que papá insistió para que mamá viniera con
nosotros al Centro; hubo que comprar guantes de tejido de color claro, pues mamá tenía dermatitis en el dorso de las manos, quizás de tanto lavar ropa por las casas. Fue allí, en Mauricio Serrahima donde mamá se dio cuenta de que escupía sangre y donde le diagnosticaron tuberculosis. Yo también tuve allí la tosferina que me hizo sufrir bastante y que me curaban con un jarabe de hojas de chumbera abiertas por el medio y puestas a serenar con azúcar moreno.
A mamá le pusieron durante algún tiempo inyecciones de oro y a mí inyecciones de cocodilato de sosa. Ignoro dónde mamá había contraído la enfermedad ni cuándo. Murió en Barcelona la víspera de san Juan en 1945, en el hospital de San Pablo donde llevaba varios meses hospitalizada.De la casa de Rosita nos fuimos a vivir a un piso sito en la misma calle, piso que pertenecía a un matrimonio aragonés donde sólo teníamos derecho a dos habitaciones y un comedor. Papá seguía trabajando en los talleres Aguilera, mamá lavando ropa por las casas y yo sin colegio fijo. Por esa época sucedió que un sábado por la noche el dueño de la firma, don Emilio Aguilera, se suicidó cogiéndose a los fusibles de la fuerza motriz de los talleres, lo que al parecer dejó a todo el vecindario sin luz. La Compañía supo enseguida dónde estaba la avería y allí le encontraron electrocutado. Dejó los talleres a su viuda doña Trini y a su hijo también llamado Emilio. A doña Trini la operaron primero de cáncer en un seno y luego en el otro, y por fin murió, bastante joven, y su hijo continuó con el negocio.
Muerte de los abuelos
En el año 1930 murió mi abuela María. Vivíamos en la calle de Mozart, número 16, en la misma barriada de Gracia. Allí habían instalado mi padre y otro obrero tintorero de la firma Aguilera que se llamaba Matías una tintorería en un bajo que tenía tienda, dos habitaciones y un patio cubierto en el que habían montado la caldera de cobre encastrada en cemento, con su hornillo que se alimentaba con leña, así como una gran mesa de plancha de madera sobre caballetes donde se lavaban las prendas, unas tinajas de agua donde se aclaraban y unos alambres donde se tendían a secar. Yo tenía diez años por aquel entonces y llevaba la ropa a domicilio. Mi padre me apuntó a la secuela nacional en un primer piso de la calle Salmerón. Mi maestra, ya de cierta edad, se llamaba doña María del Rosario Gómez, a quien llegué a querer bastante. Ya entonces, en el año 1931, aprendíamos el catalán y otras asignaturas; salíamos a la terraza en las horas de recreo, donde jugábamos con juegos cantados en catalán.A la muerte de mi abuela me vistieron de negro con medias y todo; recuerdo que el día de Ramos papá me llevó a la iglesia con una pequeña palma adornada con un lazo de seda negro. Recuerdo que mi abuela, rezando el rosario, terminaba siempre rogando a san José que, según ella, era el abogado de la buena muerte; el caso es que ella murió en el sueño. Como en Lantero ya no quedaba nadie de nuestra familia, mamá tuvo que volver a Asturias para cuidar de la propiedad. En casa nos quedamos con la tía Rosario.Papá y el socio no se entendieron y se separaron. Papá se quedó con la tintorería y contrató a obreros en paro para lavar la ropa.Al poco de la muerte de mi abuela llegó un telegrama con la noticia de la muerte de mi abuelo.
La República 14 de abril 1931
Llegó el 14 de abril de 1931 y la República. Lo recuerdo porque le leí el periódico a mi padre mientras él trabajaba en el patio. Semanas antes le había leído otro artículo sobre la agitación política reinante tras los fusilamientos de Galán y García Hernández. El advenimiento de la República fue una explosión de alegría para el pueblo español. Todo Barcelona se echó a la calle con banderas republicanas; los Reyes salieron de España sanos y salvos, protegidos hasta la frontera francesa y quizás más allá.Fue también ese año que papá se quemó por accidente en su taller de la calle Mozart. Vivíamos allí mi padre, mi tía Rosario y yo. Yo acababa de regresar de unas vacaciones escolares en Breda, un pueblo de montaña, y papá se levantaba temprano para adelantar el trabajo antes de irse al taller de Aguilera. El fuego estaba prendido en el hornillo de la caldera de teñir la ropa y papá se puso a lavar con gasolina una prenda a unos tres metros del fuego, el caso es que el aire impregnado del halo de gasolina se inflamó e inmediatamente todo fue una llama del recipiente que contenía la gasolina de los antebrazos de papá que se vio casi envuelto en llamas, cuando yo le oí gritar (yo dormía todavía) llegué al patio y vi que ya se había quitado toda su ropa y que se veían sus piernas quemadas de los pies a las rodillas, todo un costado y los antebrazos; fue un choque para mí tan grande (yo sólo tenía 11 años) que sin moverme sólo podía gritar: “¡¡¡papá, papá!!!” Un vecino electricista que vivía en el piso de arriba bajó primero a la calle pero no pudo entrar en casa pues el cierre metálico estaba cerrado. Volviendo a su piso se tiró de su galería al patio y con una manta cubrió a mi padre, abrió el cierre de afuera y lo llevó a pie a la casa de socorro que afortunadamente se encontraba unas casas más allá de la nuestra en la misma acera. Debo decir que quizás el recibir prestamente la primera cura de urgencia le salvó la vida. En Barcelona cada distrito tenía una casa de socorro abierta día y noche con un médico de guardia y un enfermero. Allí ya nos dijeron (después de darnos a la tía Rosario y a mí una bebida calmante) que era muy grave el accidente y que era necesario trasladar a papá al hospital sin pérdida de tiempo. La ambulancia vino enseguida y se lo llevaron al hospital Clínico que estaba cerca de la cárcel Modelo; allí estuvo varios meses, al principio muy grave (el periódico decía “pronóstico gravísimo”). Estuvo días y días delirando y atado a la cama porque estaba en gran estado de agitación; le hacían curas todos los días en el bloque operatorio donde se reunían los estudiantes de medicina viendo actuar a los médicos y oyendo sus explicaciones. Las curas eran muy dolorosas y cuando él tuvo consciencia de la realidad nos pidió que le trasladáramos a otro hospital porque decía que no podía soportar el sufrimiento de las curas; nosotras hablamos con uno de los médicos, el cual nos dijo claramente que si lo sacábamos de allí para ellos estaría bien tener dos horas menos de trabajo diario, pero para el enfermo sería el mismo sufrimiento en cualquier otro hospital. Lo cierto es que no teníamos dinero para hacerle entrar en una clínica de pago y así se tuvo que quedar allí hasta que pudieron traerle a casa. En casa y en la cama venía diariamente a curarle un joven médico del hospital que se llamaba Compayns (el cual, sea dicho de paso, en el año 36 era ya cirujano y murió en Teruel operando en el frente de guerra en un bombardeo de la aviación franquista). Este médico nos cobraba la visita a 5 pesetas, le arrancaba los vendajes, le cortaba la piel infectada, le desinfectaba, le cubría de ambina (una cera medicinal derretida) y le volvía a aplicar nuevas gasas esterilizadas y volvía a vendarlo. Las vendas las lavábamos de un día para otro por no comprarlas a diario; fueron semanas penosas y tristes, le comprábamos todos los días un bistec de carne de caballo para reforzarle y después de bastante tiempo empezó a levantarse, primero a un sillón al lado de la cama, después cogiéndose a alguien intentando estar de pie y poco a poco empezar a dar pasos como si aprendiera a caminar y por fin apoyado en mí para salir a tomar el sol a la acera y dar algún paso apoyado en mí y de la otra mano con una muleta.Todos estos meses gracias a dos obreros anarquistas que se ocupaban del trabajo de la tintorería; uno de ellos se llamaba Ángel Carballeira y del otro no recuerdo su nombre pero le llamaban “el Cubano” porque en efecto vino de Cuba donde al parecer había fomentado una huelga de los obreros en el negocio de su padre. Hubo en Barcelona en el año 32 unas bombas que estallaron contra la compañía telefónica puestas en sitios estratégicos que no hicieron víctimas pero que causaron daños materiales y dificultades en las líneas telefónicas. Inmediatamente, Ángel Carballeira fue detenido y llevado a la cárcel Modelo y recuerdo haber ido a verle allí en compañía del “cubano”, pues debo decir que Ángel me quería mucho, me explicaba infinidad de cosas y siempre tenía tiempo de hablar conmigo.En la tintorería de la calle de Mozart papá, con un préstamo de dinero de un señor llamado Joan, compró una máquina de planchar (creo que alemana) de la marca “Hoffman”. El mismo señor Joan y él fueron a comprarla a Francia hacia Perpignan, en todo caso pasaron la frontera española y mi padre me contó que había visto unas monjas circular en bicicleta.Este señor Joan era un usurero y tenía un socio que era guardia civil; vivía con su señora delicada de salud en un piso de la calle Salmerón y sin hijos, ella era buena persona, él era vulgar, los dedos con anillos de gran valor; tenían un chalet con grande huerta alrededor en Tossa de Mar, pueblo pequeño de pescadores y con viñedos, en el que no recuerdo haber visto hotel alguno. Sólo casas y huertos, era todo lo que había. El caso es que por arreglo entre mi padre y los señores Joan, yo me fui con ellos a pasar mis vacaciones escolares a Tossa de Mar. La casa estaba situada en la vertiente de una colina y encima del cementerio el camino paraba delante de la puerta del cementerio y de allí partía el camino para llegar a la casa; el caso es que de noche o al oscurecer yo bajaba a por la leche al pueblo y me hacía poca gracia pasar delante del cementerio. El señor Joan tenía a su servicio a un marinero del pueblo que le trabajaba la huerta y recuerdo que, regresando a casa ya de noche lluviosa por el camino de la propiedad, el señor Joan perdió un anillo que se le deslizó del dedo. Se paró inmediatamente, plantó el paraguas en el suelo donde le pareció que cayera el anillo y a grandes voces hizo bajar con una linterna al pescador y en efecto encontraron el anillo.Mi padre tuvo mucha dificultad para ir pagando los plazos que le habían impuesto y yo recuerdo de ver tiempo después a un guardia civil amenazar a mi padre con el alguacil. En cuanto al señor Joan, durante la guerra fue fusilado o asesinado. Del guardia civil no supe más nada.La calle de Salmerón era la arteria principal de la barriada de Gracia, empieza en el Paseo de Gracia y termina en la plaza de Fernando de Lesseps; a partir de allí empieza la Avenida de la Bona Nova que va hasta la falda del Monte Tibidabo. La calle de Salmerón era muy comercial y concurrida, con tranvías de imperial en los dos sentidos la mayor parte del año; recuerdo que en esta calle había una firma de transportes por aquel entonces muy importante llamada “El Rayo”. Esta firma tenía grandes coches casi como vagones de tren (o así me parecían a mí) tirados por caballos y estos coches tenían por sus lados publicidad que decía: “El rayo soy, donde me llaman voy”. Hay que reconocer que este “slogan” era por aquel entonces muy original y en tal caso la tal agencia fue conocidísima.Barcelona fue para mí una ciudad ideal, bastante buen clima; el catalán buen trabajador, y mejor negociante, la vida a un nivel correcto; papá como obrero ganaba en 1936 15 pesetas como jornal fijo pero el dueño le puso a destajo, lo que convenía a mi padre porque siempre fue “estajanovista” en el trabajo; eso le permitía en invierno mantener sus 15 pesetas diarias.Se pagaba entonces el litro de aceite de oliva refinado a 2,25 pesetas, el kilo de pan a 60 céntimos, el kilo de patatas a 40 céntimos, los 400 gramos de sardinas frescas a 80 céntimos y el litro de leche ordeñada delante del cliente a 60 céntimos.
Regreso de mamá
Por fin mamá pudo dejar la casa de Lantero en manos de caseros y regresar a Barcelona. Recuerdo verla llegar a la calle de Mozart en un “fiacre” o coche tirado por uno o más caballos, yo pasé vergüenza porque eso ya no se usaba y mi pobre madre no fue capaz de coger un taxi como todo el mundo.Allí en la calle de Mozart hubo un momento en que mamá estuvo muy mal, tosiendo mucho y con hemotisis; se llamó al médico de guardia de la Casa de socorro, el cual no estaba autorizado a salir del dispensario pero vino y nos dijo que mamá tenía tuberculosis avanzada pero no recuerdo que le hayan hecho exámenes para saber si su estado era o no contagioso.Yo iba al cine de la barriada los jueves por la tarde por 0,25 céntimos donde nos proyectaban películas de cowboys, de gángsters y del “gordo y el flaco” de Harold Lloyd, de Jackie Coogan, de Max Senet y naturalmente de “Charlot”.Yo tenía una amiga de mi edad más o menos que se llamaba Teresa y que vivía en una casa de al lado, ella me acompañaba a veces cuando yo tenía que llevar o recoger prendas a domicilio, cuando teníamos una propina por ejemplo de una peseta comprábamos creo algo de comer como chocolate, peladillas, caramelos, etc. Pues os diré que yo perdí esa amiga porque una vez con una peseta yo me empeñé en comprar una novela policiaca de la colección de “Biblioteca Oro” que valían 90 céntimos y que estaban muy bien editadas (fijaos ya de donde viene mi afición a este género de lectura). Ella no tenía interés por la lectura, se enfadó y no quiso volver a hablarme (es verdad que ella era de familia aragonesa y ya sabemos lo testarudos que son los aragoneses). Yo lo sentí bastante pues era una niña sensata, estudiosa y con más cualidades que las que yo tenía.Muy cerca, al fondo de la calle, teníamos la plazuela de Ríus y Taulet donde por las fiestas del barrio se montaba un tablado con un toldo que ocupaba el centro de la plazuela y se daban bailes con orquestas y se producían continuamente “coblas” de cantes en catalán y baile de sardanas, todo ello con una gran animación.Recuerdo haber pasado con mi madre tres meses de luto por mis abuelos, vestida de negro con medias y todo; desde entonces aborrezco lo negro y me niego a llevar luto por nadie, la prueba es que por la muerte de Gonzalo mi marido no quise ponerme de luto.
La República: fusilamiento de Galán y García
Llegó el 14 de abril; el fusilamiento de Galán y García Hernández fue al parecer la gota que hizo desbordar el vaso y creo que fue por la tarde o al atardecer que se supo la noticia de la proclamación de la República o por lo menos que la gente se lanzó a la calle; salieron banderas por todas partes, las calles invadidas de una muchedumbre, “le peuple en liesse” (el pueblo alegre) como dicen los franceses; papá y yo cogimos un tranvía y subidos en la imperial pudimos contemplar todo aquello, bajamos hasta el puerto y volvimos a regresar del mismo modo. También se supo enseguida que los reyes habían salido de España sanos y salvos, lo que parecía correcto a todo el mundo. Guardo muy buen recuerdo de ese acontecimiento y me alegraba ver a todo el mundo con tanta alegría.Papá decidió salir de la calle de Mozart y compró una tintorería a una señora catalana en la calle de Nápoles, casi esquina al término de la Gran Vía Diagonal y como esta Gran Vía corta desde su principio hasta el fin muchas calles, nosotros estábamos lindando por un lado con la Diagonal y por el otro con la calle de Aragón, por donde pasaban los trenes que partiendo de la frontera franco-española paraban en la estación del Mediodía y salían hacia Tarragona, Valencia, Alicante y creo hasta Algeciras.En esta tintorería de la calle de Nápoles con derecho a vivienda había un pequeño patio donde papá trabajaba lavando y tiñendo, planchando a máquina a la vista del público; debo decir que papá ya en Cuba planchaba a la vista del público, le dio la idea a su patrono don Emilio Aguilera para una tienda o despacho que este señor tenía en la calle Lauria y que no entraba bastante trabajo y que desde que pusieron allí una máquina y papá planchando a la vista del público, empezó a entrar trabajo a montón (pues en aquellos años era nuevo ver planchar los trajes con una máquina de vapor).Papá abrió un despacho en la calle de Aribau en un bajo que era imprenta por la parte de atrás, cuyos dueños le alquilaron la parte delantera con una habitación y cocina; allí puso al frente a una señora viuda inteligente y buena persona que cobraba un sueldo y un tanto por ciento, con el derecho a vivir allí con su hija estudiante. El caso es que esa tienda empezó a dar bien y allí entraba mucho trabajo. Al salir de la calle de Mozart yo tenía ya doce años, papá me retiró de la escuela (yo no recuerdo haber tenido ni pena ni alegría, la vida era así y nada más). Me pasaba el día y los días llevando al hombro grandes paquetes de ropa entre la calle de Aribau y la calle de Nápoles. Desgraciadamente en la calle de Nápoles el trabajo vino a menos, debíamos todavía algunas letras de pago por la máquina de planchar y sólo vivíamos del trabajo de la calle de Aribau y el trabajo que nos traía un señor de una tintorería de Gavá que trabajaba de sastre en una buena sastrería de Barcelona; se llamaba don Antonio Adra y traía la ropa en el tren al venir por la mañana, yo iba a recoger el paquete a la estación y volvía a llevar el paquete por la tarde. La esposa de este señor planchaba la ropa en su tienda de Gavá. Recuerdo haber ido allí con mi padre y por aquel entonces a orillas del tren sólo había tierras de horticultura y árboles de ciruelas y otras frutas, pero ya era bien conocida allí la fábrica de “Roca Radiadores”.La pared del fondo de nuestro pequeño patio daba a una panadería que se encontraba en la calle de Aragón y la terraza estaba más alta, allí daba bien el sol y el aire y pidió a los dueños el permiso de utilizar la terraza para secar la ropa; una vez sacada del ventilador yo la llevaba dando la vuelta por la calle, entraba por la panadería, pasaba por un pasillo angosto y por una escalera a la izquierda de este pasillo subía a la terraza donde tendía la ropa y la recogía por la tarde ya seca. El taller de esta panadería se encontraba al fondo de este pasillo y allí trabajaban el patrono y los obreros. Un día llevando una carga de ropa mojada en los brazos me encontré cara a cara con un hombre joven, con palabras y gestos incestuosos, el pasillo como dije estrecho y los brazos cargados de ropa, sólo tuve el tino de escupirle en la cara, él se retiró pero desde entonces yo fui y vine con mucho miedo de volver a encontrarlo; yo de vergüenza no me atreví a decir nada a mis padres y además comprendí que no podíamos perder el uso de la terraza.El carácter de papá se agrió con sus preocupaciones económicas y se volvió contra mamá; la golpeaba y eso me hacía muy desgraciada. A los trece años sufrí el sarampión, que me atacó muy fuerte y quizás de eso perdí en parte la visión del ojo derecho.Papá vendió las dos tintorerías, la de la calle de Aribau y la de la calle de Nápoles y nos fuimos a una casita en el barrio de Gracia, detrás de la plaza de Fernando de Lesseps. En esta plaza existía una gran iglesia y una estación de metro además del tránsito de tranvías, los que se desviaban para ir al Parque Güell y los que seguían subiendo la Avenida de la Bona Nova hasta la falda del Tibidabo.
La “Maison Badaroux”
Esta casita a mí me gustaba mucho; además de la vivienda tenía en la parte de atrás un patio donde papá seguía lavando y tendiendo ropa de sus amistades y clientes y arriba una bella terraza donde mamá tenía un gallinero con gallinas y un gallo muy peleón al que yo tenía miedo pues se tiraba a mí. Teniendo yo 15 años me enteré papá me dijo que en la tintorería más importante de Barcelona, la “Maison Badaroux” necesitaban chicas aprendices. Esta casa tenía sus talleres allí en la barriada de Gracia en un lado de la Plaza del Sol; los dueños, dos hermanos franceses, Raymond y Jean Badaroux. Raymond, el primogénito, ya de unos cincuenta años y poco dado a sonrisas, llevaba la dirección de la casa y Jean la dirección de los talleres; éramos numerosos, tintoreros los que teñían; destacadotes los especialistas en quitar manchas; los hombres encargados de las máquinas de lavado en seco; los planchadores a máquina y muchas mujeres planchando a mano; sólo éramos dos aprendices, más o menos de la misma edad. Yo fui admitida mintiendo de un año, pues si bien recuerdo no se podía trabajar con menos de dieciséis años de edad. El jefe de los oficinistas, un buen señor quizás de origen alemán pues se apellidaba Weberman, me preguntó la edad y, tal y como me había dicho mi padre, le dije dieciséis. Y como no me pidió el certificado de nacimiento ni yo tenía cédula personal, lo que pensó no lo sé, pues siendo delgada y menudita siempre aparenté menos edad, el caso es que me aceptó y entré ganando catorce pesetas por semana.Curiosamente, la otra aprendiz tenía la misma clase de bronquitis que yo, pero más aguda. Tenía tos y mucha expectoración, lo que le hubiera debido impedir el trabajo. He pensado mucho en ella a lo largo de la evolución de mi enfermedad, pero en aquellos tiempos no había obligación patronal de que se procediera al examen médico de los obreros. Yo tampoco debía haber trabajado en la tintorería, pues las mujeres planchábamos en un piso situado encima del teñido y lavado en seco, en una atmósfera cargada de gasolina y productos químicos. A nuestro mando estaba una viuda, muy buena persona. Junto a ella recibíamos los carritos llenos de ropa, procedentes de todas las sucursales de la firma y marcábamos cada prenda con una letra y un número cosidos con hilo blanco. Los hombres, al mando de un encargado llamado Gaspar, también muy buena persona, bajaban la ropa y la distribuían en las distintas secciones en función del trabajo a desarrollar, fuese lavado en agua o en seco, teñido o desmanchado. Luego, terminado el trabajo, nos subían los carritos y nosotras distribuíamos las prendas sobre grandes mostradores o mesas con departamentos, ordenándolas en pilas para el planchado. Finalmente, los hombres venían a recoger la ropa para cargar las camionetas y devolverla a sus lugares de origen. No podíamos parar ni un minuto salvo en invierno, cuando el trabajo era más holgado, aunque había que vigilar que no nos viera Raymond, pues despedía a la gente sin contemplaciones. Su hermano Jean trabajaba como los obreros, siempre cargado de prendas de un lado a otro. Sólo una vez le vimos discutir y pegarse con un encargado de los de abajo, que fue despedido. El asunto llegó a los sindicatos y a la justicia del trabajo, pues por más que fuera un patrono no podía levantar la mano contra un obrero. Monsieur Raymond me despidió; era invierno y yo estaba marcando prendas. Tenía en la mano una con cierre de cremallera de tipo nuevo. Me entretuve en abrirla y cerrarla varias veces, para entender su mecanismo. En eso pasó por allí don Raymond, me vio y me llamó la atención y enseguida me llamaron a la oficina donde el señor Weberman me dijo que lo sentía mucho pero que había recibido la orden de despedirme. Por aquel entonces los sindicatos tenían mucha fuerza y en la Maison Badaroux estaban muy organizados, incluso en las oficinas. El caso es que al poco tiempo, los sindicatos consiguieron que los despidos fueran no procedentes salvo en casos graves y excepcionales, por lo que mi padre me dijo un día que podía reintegrarme al trabajo, pero no quise. Ya había trabajado de aprendiza en casa de una señora que hacía sombreros y eso no me interesaba ni pizca, pues nunca me gustó coser; lo que me divertía era acompañarla llevando las cajas de sombreros a los teatros de la ciudad, pues ella tenía su mayor clientela entre los actores y actrices, por lo que entrábamos en los camerinos a probar sombreros.Otro empleo como aprendiza, dada mi edad e inexperiencia, fue en una fábrica de muñecas cerca de la calle Mozart; allí, con otra chica me pasaba el día al lado de unas calderas llenas de pintura caliente, en las que bañábamos brazos y piernas de muñecas y luego los poníamos a secar. En otra sección del taller trabajaban obreros que eran verdaderos artistas, pues pintaban a mano las caras de las muñecas y les ponían pelucas. Eran de porcelana y hoy se consideran muy antiguas y tienen cierto valor.
1936: De nuevo en Asturias
Así llegó junio de 1936; tuve mis primeras reglas, mi madre lloró diciendo que las mujeres éramos unas desgraciadas y mi padre me dijo que no permitiera conversaciones con hombres desconocidos.En vista de lo ruina que estaba y lo mal que comía mis padres escribieron a mis tíos de Gera y les pidieron que me acogieran durante los meses de vacaciones; yo, como todos los niños y jóvenes, encantada de viajar a Asturias y descubrir horizontes.Mi padre me puso en el tren, en un vagón de tercera y me encomendó a la pareja de la Guardia Civil que iba en el tren. Al llegar a Zaragoza, donde había que hacer noche y trasbordo, los guardias entraron en el compartimento y me encomendaron a otras personas que como yo debían hacer noche en la capital de Aragón. Fuimos a una posada donde nos alojaron en el primer piso; hacía un calor tórrido y pasamos casi toda la noche en el balcón comiendo melón, hablando y contando chistes. Al día siguiente cogimos el tren de Zaragoza a Oviedo, donde me esperaba el tío Paco, hermano de mi madre y que como ella se apellidaba de la Fuente y del Río. Era un hombre de estatura media, más bien ancho de espaldas y calvo; no debió casarse joven y yo le daba al menos sesenta años de edad. Cogimos el coche de línea hasta Tineo, que tenía por destino final Cangas de Narcea. Desde Tineo, un automóvil de servicio nos llevó a Gera.