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Coups de pinceaux dans le creux d’un souvenir.(20) El hombre que vio dos veces la aurora boreal. (Pàgina 2 de 5)
En lo más hondo, casi todos estos hombres creían que el retorno sería inminente, al final del periodo de su contrato. Que la estancia sería como un paréntesis, el tiempo suficiente par reunir unos ahorros… ¡No sabían entonces lo equivocados que estaban! El sueño tardó en llegar, mi padre seguramente pensaría en el abrazo de mi madre, en el mío, en las cumbres de las montañas que abrazaban la aldea, en sus compañeros de la Mina de la Consolación de la compañía Carbones de Berga, en los amigos que no quisieron o no pudieron emigrar como él, de hecho mi padre fue el único de la empresa minera que se marchó por aquellas fechas. En sus oídos retumbarían sus palabras; “Francisco, si te va bien: ¡escribe!”… En esos instantes, antesala del primer sueño, mi padre almacenaría en su memoria vivencias intangibles aún no vividas: imaginaría cómo iba a ser el futuro para nosotros tres. Las dudas se desvanecieron, la decisión no era un mero capricho, era el resultado de creer firmemente que allí íbamos a ser felices. Aquella primera noche decidió que nunca más hablaría de su vida en el modo pretérito pluscuamperfecto… aquel que empieza con un lamento “ Ay si no hubiese firmado el contrato …” . A partir de entonces todo sería presente y futuro. Jamás se lamentó de su decisión. Una decisión que venía meditando y madurando desde hacía más de dos años. La mañana del lunes 25 de enero, el cielo entre blanquinoso y gris mate no llegó a iluminar la sala del dormitorio común . A la luz de día, la mediocridad del escaso mobiliario resaltaba ante la mirada atónita de los mineros. Casi todos habían pasado una mala noche troceada por secuencias oníricas y pardas. A partir de ese momento, tenían dos días enteros para formalizar todo el papeleo legal y familiarizarse con su nuevo entorno de vida y de trabajo. Al salir a la calle, lo vieron todo con una pátina de grises plomizos, la línea del horizonte se unificaba en una misma gama de tonos. Hacía frío, la humedad subía de la tierra para calarse en la ropa como una segunda piel. Algunos mineros ya estaban acostumbrados a la rudeza del los climas del norte de España, a las lluvias y las neblinas, pero otros, los que venían del sur, acosaron el contraste mucho más intensamente. Desde la cantina se veía el imponente escombrero de la mina y aprendieron en seguida que se llamaba “terril” en francés. Podría ser que la visión cotidiana de los “terriles” le recordara de ahora en adelante la orografía de las montañas de la comarca del Berguedá que había dejado dos días antes. Estas eran unas montañitas de juguete si se las comparaba con los imponentes picos de los Pirineos. Después del desayuno, un encargado que hablaba algo de español les puso al corriente de todos los trámites que deberían hacer antes de poder trabajar. A tal efecto les entregaron un librito recién editado por la Federación Belga de Minas de Carbón. “¡¡¡Que seas bienvenido!!!” , ese era el título. En él, encontrarían una serie de consejos y recomendaciones para ser “un buen trabajador” y todo lo que se esperaba de ellos durante su estancia en Bélgica. También se les hizo entrega del “Livret” dónde los patronos debían hacer constar el día de entrada en la empresa y el de salida. Durante esos dos días tuvieron que presentarse a la policía, hacer el empadronamiento en el ayuntamiento, pasar una revisión médica, volver a firmar formalmente el contrato de trabajo, leer el reglamento interno, ponerse al día de quienes eran los delegados sindicales, conocer las condiciones futuras para el reagrupamiento familiar y dar finalmente una vuelta por las instalaciones de superficie de la mina. ( la taquilla de cobro, la enfermería, la recepción, y la oficina de control).
Llegó el miércoles 27 de febrero del 1957. Mi padre escribe de nuevo en su agenda : “ Hoy he empezado a trabajar en la Pequeña Bacnure”. Los mineros españoles se desplazaron hasta unas dependencias dónde un empleado les proporcionó todas las herramientas que necesitarían para trabajar: su primera ropa de trabajo (las siguientes irían a cargo de cada minero), un casco, unos guantes, una lámpara y el famoso número de matrícula o medalla que deberían conservar siempre con ellos durante su estancia en la empresa. Mi padre estaba familiarizado con el fondo de la mina desde el año 1940, ya llevaba detrás de él 17 años de oficio.
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Para otros compañeros, sin embargo, era la primera vez que se adentrarían en las entrañas de la tierra. Dicen que casi todas las minas de carbón se parecen, una vez que el montacargas baja hasta las galerías y cuando ningún haz de luz natural es capaz ya de iluminar el lugar. Por estos motivos todos los pasos y gestos que hizo mi padre aquél primer día de trabajo le recordarían los que tantos veces había realizado antes y los que debería repetir durante 25 años más… Los “novatos” en el oficio pasaban por un periodo de adaptación y aprendizaje de unos tres meses de duración antes de empezar a trabajar a pleno rendimiento. Se dirigieron todos hacia el guardarropa, allí se les señaló el número del armario dónde podían dejar su ropa de calle y la del trabajo. Allí mismo se les comunicó que la ropa debería ser lavada semanalmente y a su cargo( la mina se encargaría del lavado sólo años más tarde). Como la empresa no se hacía responsable del contenido de los armarios se les aconsejó de comprar un buen candado. También había los famosos “monta-ropas” que transformaban el lugar en una cueva subterránea llena de estalactitas extrañas en forma de pantalones, chaquetas y bolsos… Cuando los mineros se habían cambiado, se dirigían a la lampistería. Allí, entregaban su medalla y se les adjudicaba una lámpara. Al acabar la jornada harían el inverso. Al final de día podían comprobar que minero aún no había vuelto del fondo y dar así la señal de alarma. Cada minero era responsable de su propia lámpara y la cuidaría con el máximo esmero ya que de ella dependía en parte su seguridad. La llama les podía avisar si había una acumulación de gas grisú y así tener tiempo de salir del lugar y avisar del peligro. Una vez cambiados y equipados, el encargado les nombró el equipo de trabajo en el cual habían sido designados. Unos se quedarían en la superficie y otros se dirigirían hacia el exiguo montacargas (también llamado “la jaula”) para efectuar el descenso. Durante los primeros días iban acompañados por un minero experimentado que se encargaba de atender cualquier duda. La adaptación a la oscuridad y a la angustiosa sensación de estar a centenares de metros bajo tierra no les resultó fácil a todos los recién llegados. Tanto es así que algunos hombres no soportaron su nuevo trabajo ni la presión del nuevo entorno, al cabo de pocos días decidieron regresar cargados de frustraciones y por el peso de un sueño hecho añicos. (***) Familiarizarse con las tripas de la tierra necesita tesón y mucha sangre fría. Allí abajo, los hombres están a la merced de que todos sigan las consignas de seguridad y que el azar no les trunque la vida. El pozo no es de fiar y todos ellos siempre lo tendrían presente. Al acabar su primera jornada y una vez aseados el grupo de mineros españoles volvió de regreso a la Cantina. Ese día acababan de ganarse su primer jornal. ( ****) De este modo trascurrirían aún unos tres meses al cabo de los cuales mi padre y Juan Gutiérrez su compañero de habitación decidieron irse a vivir en condición de “realquilados” en casa de unos españoles (José Camprubí y Dora López cuyas reseñas encontraréis en el apartado “On se souvient”). Allí encontraron un ambiente familiar y acogedor. Las comidas de Dora les hicieron olvidar los platos al estilo belga que comían en la Cantina de la mina. A tal efecto, Juan me explicó una anécdota que ocurrió en la Cantina recién instalados : me relató que la comida aunque abundante no siempre era al gusto de los mineros. Un día la calidad de la misma era tan pésima que los obreros decidieron boicotear la cena, ese incidente produjo la presencia del director de la mina para apaciguar los ánimos. Viendo que los mineros tenían razón, al poco rato, ordenó que se les sirviera una cena en condiciones. Los mineros españoles eran de armas tomar y lo demostraron muchísimas veces en el futuro, estarían siempre en primera línea para revindicar unas mejores condiciones de trabajo. La estancia en casa de la familia Camprubí-López duró hasta que la ley les permitió el reagrupamiento familiar. Una de las condiciones para que ello se produjera era que el obrero llevara como mínimo tres meses trabajando en la mina y que dispusiera de un alojamiento decente. Otra condición era que se comprometiera a seguir trabajando en la mina. Los trámites se realizaban por mediación de la propia empresa. Una particularidad curiosa es que la empresa se comprometía en el caso necesario a adelantar los gastos del viaje, el minero reembolsaba los gastos por medio de retenciones mensuales en su salario. Mi padre encontró un minúsculo apartamento en el tercer piso de la misma casa dónde se alojaba ( rue Saint Léonard, 448). Juan, él, prefirió solicitar uno de los alojamiento pertenecientes a la mina en La Préalle ( Herstal). Así que no demoraron por más tiempo el reencuentro de la familia. Así fue como en el verano del 1957 llegamos mi madre y yo a Liège, poco más tarde también lo haría la familia de Juan. ¿ Cómo había transcurrido nuestras vidas en España durante esos meses de separación? ¿ Cómo fue la adaptación a nuestro nuevo hogar? Esa es “ une autre histoire” … que como la que acabo de relatar tiene tantos puntos en común con los hijos de la Generación Lorca. Georgina Muñoz Gil - Verano del 2010 Esta crónica se la dedico a la memoria de mi padre y la de todos sus compañeros y amigos de la mina Petite Bacnure. Aquellos que compartieron con él los primeros cimientos de una vida llena de ilusiones y por dar a sus hijos un porvenir mejor.
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