El tren repleto de esa añoranza pegadiza que nunca abandona por completo al que sale de su país, se encarriló hacia Port Bou dónde otra vez más, se hizo un cambio de convoy ya que el ancho de las vías de los trenes franceses eran distintos a los españoles.
Psicológicamente todos debieren sentir que en ese preciso momento traspasaban el umbral del no retorno pero también tuvieron la sensación imperante de entrar en un país dónde las libertades amparaban a sus ciudadanos. El antagonismo entre la pena y la alegría debió hacer zozobrar más de un corazón.Tal vez, instalado en el nuevo tren que le llevaba hacía París, mi padre escribiría el comentario “¿Cuándo volveré? Desgarradora pregunta, teñida de incertidumbre, de dudas y sin embargo cargada de esperanzas. Esta frase la debieron pensar al unísono casi todos los emigrantes que le acompañaban, como una ola gris que arrastra los recuerdos hacia orillas inciertas. Fue la misma pregunta que años atrás y en ese mismo lugar se hicieron miles de compatriotas nuestros, cuando lo que les empujaba fuera de su patria era su dolorosa y dramática huida hacia el exilio político forzoso.(*)
La noche y el día siguiente el viaje en el tren debió parecerles interminable hasta que llegaron a la gare d’Austerlitz que abandonaron para hacer trasbordo y dirigirse hacia la gare du Nord dónde salían los trenes para el “Plat Pays”.
“Hoy a las ocho de la noche he llegado a Lieja,Bélgica”.
La Gare des Guillemins acogió a esa nueva remesa de obreros no cualificados españoles. En invierno a las ocho de la noche, en Bélgica, no parece descabellado imaginar que una fina lluvia mezclada con algún copo de nieve humedeciera el rostro de mi padre y el de sus compañeros de éxodo. Una lluvia que disimularía más de una lágrima furtiva, coartada oportuna, para verterse anónimamente. El agua traspasó la chaqueta de pana de mi padre, oscura señal premonitoria que todos los días venideros no transcurrirían todos en un camino de rosas. Hasta que no se reagruparon todos delante de la estación, el frío tuvo tiempo de helarles las extremidades y todos se miraron haciéndose la misma pregunta: ¿ Y ahora, qué nos depararan las próximas horas?
¿Quién les esperaba en la estación? ¿Un capataz de la mina? ¿Un funcionario? ¿Cómo llegaron a su provisional alojamiento? ¿En coches, en autocares, en tranvía, a pie?
¿ Cómo se haría la llamada? ¿ Por el apellido y el nombre del pozo? ¿ Fulanito de Tal : mina La Petite Bacnure Herstal -Fulanito de Tal Mina l’Espérance – Fulanito de Tal Mina Le Hasard-Cheratte - Fulanito de Tal Mina Belle Vue?
Lo cierto es que la noche del 24 de enero, la primera en suelo belga, la pasó en los barracones de la Cantine du Charbonnage de la Petite Bacnure situados en un barrio de Vottem. (**)
Afortunadamente las condiciones de alojamiento de los mineros españoles habían mejorado desde que los primeros emigrantes italianos llegasen en el 1946 al acabarse la guerra. A ellos les tocó vivir literalmente hacinados unos barracones militares insalubres por no decir en un medio casi infrahumano y de dónde a penas se acababan de evacuar a los presos detenidos alemanes.
¿Cómo sería la primera noche? Tras la instalación y una vez localizada la cama y ordenado los escasos enseres en sus armarios correspondientes, me imagino que una frugal cena les sería servida en el refectorio de la cantina. Allí, cenando todos juntos, nacerían los brotes de unas primeras amistades que les acompañarían el resto de sus vidas. A partir de ese instante, la amistad remplazaría de algún modo el calor de la familia. Entre bromas y chascarrillos para conjurar la añoranza, esos hombres en la plenitud de su juventud fraternizaron y se sintieron unidos a un destino colectivo. Por orgullo se construyeron también su propia carapaza para disimular unos sentimientos que transparentaban sus emociones. Llego la hora de acostarse en aquella estancia, común para varias personas, sobria e impersonal, una sala que les debió parecer un tanto lúgubre con sus cuantas camas rudimentarias, con sus sábanas ásperas y sus mantas que no conseguirían quitarles el frío del alma y ni tan sólo calentar los recuerdos. Recuerdos y pensamientos que se pegaban como la brea en la oscuridad y que pasaron toda la noche yendo y volviendo como una triste marea. Antes de conciliar el sueño todos los mineros allí presentes debieron repasar todo lo que acababan de dejar atrás. El silencio de la estancia se rompía con la chirriante queja de un somier maltrecho, con un suspiro o el carraspeo de una garganta seca. Las dudas debieron brotar como una avalancha. ¿Acertaron la decisión? ¿No hubiese sido mejor quedarse a pesar de las penurias, de las malas condiciones de trabajo, de las presiones familiares? Tal vez su propio entorno debió pensar que estos hombres perdían su dignidad al abandonar su país y su familia, como si no fuesen lo suficientemente templados para aguantar su condición como los demás, los que se quedaron… Hay que ser valiente para girar las páginas de su propio destino en la búsqueda de unas condiciones de vida mejores, marchar no significa abandono ni tampoco cobardía. En lo más hondo, casi todos estos hombres creían que el retorno sería inminente, al final del periodo de su contrato. Que la estancia sería como un paréntesis, el tiempo suficiente par reunir unos ahorros… ¡No sabían entonces lo equivocados que estaban!
El sueño tardó en llegar, mi padre seguramente pensaría en el abrazo de mi madre, en el mío, en las cumbres de las montañas que abrazaban la aldea, en sus compañeros de la Mina de la Consolación de la compañía Carbones de Berga, en los amigos que no quisieron o no pudieron emigrar como él, de hecho mi padre fue el único de la empresa minera que se marchó por aquellas fechas. En sus oídos retumbarían sus palabras; “Francisco, si te va bien: ¡escribe!”…
En esos instantes, antesala del primer sueño, mi padre almacenaría en su memoria vivencias intangibles aún no vividas: imaginaría cómo iba a ser el futuro para nosotros tres. Las dudas se desvanecieron, la decisión no era un mero capricho, era el resultado de creer firmemente que allí íbamos a ser felices. Aquella primera noche decidió que nunca más hablaría de su vida en el modo pretérito pluscuamperfecto… aquel que empieza con un lamento “ Ay si no hubiese firmado el contrato …”. A partir de entonces todo sería presente y futuro. Jamás se lamentó de su decisión. Una decisión que venía meditando y madurando desde hacía más de dos años.
La mañana del lunes 25 de enero, el cielo entre blanquinoso y gris mate no llegó a iluminar la sala del dormitorio común . A la luz de día, la mediocridad del escaso mobiliario resaltaba ante la mirada atónita de los mineros. Casi todos habían pasado una mala noche troceada por secuencias oníricas y pardas. A partir de ese momento, tenían dos días enteros para formalizar todo el papeleo legal y familiarizarse con su nuevo entorno de vida y de trabajo.
Al salir a la calle, lo vieron todo con una pátina de grises plomizos, la línea del horizonte se unificaba en una misma gama de tonos. Hacía frío, la humedad subía de la tierra para calarse en la ropa como una segunda piel. Algunos mineros ya estaban acostumbrados a la rudeza del los climas del norte de España, a las lluvias y las neblinas, pero otros, los que venían del sur, acosaron el contraste mucho más intensamente. Desde la cantina se veía el imponente escombrero de la mina y aprendieron en seguida que se llamaba “terril” en francés. Podría ser que la visión cotidiana de los “terriles” le recordara de ahora en adelante la orografía de las montañas de la comarca del Berguedá que había dejado dos días antes. Estas eran unas montañitas de juguete si se las comparaba con los imponentes picos de los Pirineos. Después del desayuno, un encargado que hablaba algo de español les puso al corriente de todos los trámites que deberían hacer antes de poder trabajar.
A tal efecto les entregaron un librito recién editado por la Federación Belga de Minas de Carbón.“¡¡¡Que seas bienvenido!!!”, ese era el título. En él, encontrarían una serie de consejos y recomendaciones para ser “un buen trabajador” y todo lo que se esperaba de ellos durante su estancia en Bélgica. También se les hizo entrega del “Livret” dónde los patronos debían hacer constar el día de entrada en la empresa y el de salida.
Durante esos dos días tuvieron que presentarse a la policía, hacer el empadronamiento en el ayuntamiento, pasar una revisión médica, volver a firmar formalmente el contrato de trabajo, leer el reglamento interno, ponerse al día de quienes eran los delegados sindicales, conocer las condiciones futuras para el reagrupamiento familiar y dar finalmente una vuelta por las instalaciones de superficie de la mina. ( la taquilla de cobro, la enfermería, la recepción, y la oficina de control).
Llegó el miércoles 27 de febrero del 1957. Mi padre escribe de nuevo en su agenda : “ Hoy he empezado a trabajar en la Pequeña Bacnure”.
Los mineros españoles se desplazaron hasta unas dependencias dónde un empleado les proporcionó todas las herramientas que necesitarían para trabajar: su primera ropa de trabajo (las siguientes irían a cargo de cada minero), un casco, unos guantes, una lámpara y el famoso número de matrícula o medalla que deberían conservar siempre con ellos durante su estancia en la empresa. Mi padre estaba familiarizado con el fondo de la mina desde el año 1940, ya llevaba detrás de él 17 años de oficio. Para otros compañeros, sin embargo, era la primera vez que se adentrarían en las entrañas de la tierra. Dicen que casi todas las minas de carbón se parecen, una vez que el montacargas baja hasta las galerías y cuando ningún haz de luz natural es capaz ya de iluminar el lugar. Por estos motivos todos los pasos y gestos que hizo mi padre aquél primer día de trabajo le recordarían los que tantos veces había realizado antes y los que debería repetir durante 25 años más… Los “novatos” en el oficio pasaban por un periodo de adaptación y aprendizaje de unos tres meses de duración antes de empezar a trabajar a pleno rendimiento.
Se dirigieron todos hacia el guardarropa, allí se les señaló el número del armario dónde podían dejar su ropa de calle y la del trabajo. Allí mismo se les comunicó que la ropa debería ser lavada semanalmente y a su cargo( la mina se encargaría del lavado sólo años más tarde). Como la empresa no se hacía responsable del contenido de los armarios se les aconsejó de comprar un buen candado.
También había los famosos “monta-ropas” que transformaban el lugar en una cueva subterránea llena de estalactitas extrañas en forma de pantalones, chaquetas y bolsos…
Cuando los mineros se habían cambiado, se dirigían a la lampistería. Allí, entregaban su medalla y se les adjudicaba una lámpara. Al acabar la jornada harían el inverso. Al final de día podían comprobar que minero aún no había vuelto del fondo y dar así la señal de alarma.
Cada minero era responsable de su propia lámpara y la cuidaría con el máximo esmero ya que de ella dependía en parte su seguridad. La llama les podía avisar si había una acumulación de gas grisú y así tener tiempo de salir del lugar y avisar del peligro.