De este modo el régimen había restablecido la normalidad.
La noticia de que en Asturias se apaleaba y torturaba, corrió por todas partes causando indignación profunda. Todo el mundo lo comentó y lo condenó. Corrían de boca en boca los nombres de los torturadores y se hablaba de sus vituperables hazañas. Se conocían también los nombres de las víctimas y los escarnios a que habían sido sometidas. De la zona minera las noticias trascendieron a Madrid, a toda España, al mundo...
Ya a finales de julio se produjo la detención de un grupo de huelguistas de la cuenca del Caudal. Fueron acusados de incitación a la huelga y de ser comunistas. Los apalearon para que dijeran quiénes eran los que dirigían la huelga.
Uno de los detenidos, Antonio Paredes, minero de Nueva Montaña, intentó suicidarse en los locales de la policía, llevado a la desesperación por las torturas que sufrió en el curso de los interrogatorios. Otro de los detenidos de este grupo, un minero silicoso de tercer grado llamado César Fernández, quedó en tal estado después de las torturas que era difícil reconocerlo.
En este período, en Mieres, los sicarios del comisario de policía, el siniestro Ramos, penetraron pistola en mano en un bar sito frente al antiguo cuartel de la Guardia Civil sacando a los huelguistas que allí estaban y sometiéndolos a malos tratos y vejaciones.
Posteriormente, estos actos se repitieron en muchísimos casos, particularmente en la cuenca del Nalón donde la resistencia de los mineros fue particularmente tenaz.
En el valle de Langreo, todo el mundo hablaba de lo sucedido al minero José García Valles, corrientemente conocido por El Gallego, picador de Llóscaras, domiciliado en el Pontién de Sama. A él y a José Lada, vecino de la Nueva, porteador de Minas Escobio, se los llevaron una noche e hicieron con ellos odiosas salvajadas. Antes de torturarlos les llevaron descalzos por lo alto de la Juécara haciendo un simulacro de fusilamiento. Cuando pararon delante de la iglesia les hicieron arrodillarse y les preguntaron si querían confesar, y luego dispararon a ras del suelo.
Después se los llevaron. Cuando salieron de manos de los torturadores estaban en tan grave estado que tardaron mucho en restablecerse.
A José García Valles le rompieron el puente de la nariz y los tímpanos. Le apalearon de tal modo que orinaba sangre. Esta hazaña fue obra del capitán Caro, del cabo Pérez y de su compinche El Sevilla.
Pérez y El Sevilla, acompañados por otros esbirros, llegaron el 24 de agosto hacia las dos de la mañana a casa de López, un minero de Lada. López y un familiar suyo que se encontraba en la casa fueron conducidos al cuartel de la Guardia Civil de las Tejeras, cerca de Sama. Allí los apalearon hasta que se cansaron, para que declararan dónde estaba el dinero que se recolectaba para ayudar a los huelguistas.
Un familiar de un minero refirió lo siguiente:
Le despojaron de todas sus prendas y empezaron a golpearle con un tolete envuelto en un trapo (para que no dejase señales en el cuerpo). Cuando se cansaron de pegarle, la emprendieron con otros dos detenidos. Cuando de nuevo volvieron con él, la cosa fue aún más terrible. No dejaron parte de su cuerpo sin golpear y le dieron de patadas en sus partes. Así estuvieron tres días hasta que le echaron a la calle, inútil para toda su vida. Un mes después, aún tiene el rostro deformado, está medio sordo y ve muy poco. No ha vuelto a ser el hombre que era.
Los sucesos de la Calle Dorado
A finales de agosto muchos huelguistas fueron llamados a presentarse a la Inspección Municipal de Sama, en la calle Dorado. Llamaron a un antiguo vigilante del Fondón, llamado Alfonso Braña, que prestaba sus servicios como cobrador en la compañía de Seguros La Previsora Bilbaína. Con él debía presentarse su esposa, Anita, madre de dos niñas, la menor de cuatro años. También fue llamado Antonio Zapico, un minero que padecía silicosis en grado bastante avanzado, y la esposa de otro minero del Fondón, Víctor Bayón, entonces preso en el penal de Cáceres por su participación en anteriores huelgas mineras. Esta mujer, Constantina Pérez, conocida familiarmente por Tina, vivía con su hija en el barrio de la Juécara de Sama.
Hubo quien al pasar por delante de este edificio de la Inspección Municipal de Policía, oyó gritos de las personas a las que se torturaba. La gente hablaba con tanto horror como indignación de lo que allí, en el primer piso, se hacía con los detenidos en el curso de los interrogatorios.
Cuando Alfonso Braña y su esposa, Antonio Zapico, a quien llamaban Tonín, y Constantina Pérez llegaron a la Inspección, lo primero que hizo el capitán de la Guardia Civil, Caro Leiva, fue arrojar un casco de bomba sobre la cabeza de Alfonso Braña. Aunque a consecuencia del golpe, Alfonso quedó casi inconsciente, fue fuertemente amarrado por el cabo Pérez. Y entonces, los dos verdugos la emprendieron a golpes, hasta que el cansancio les rindió, contra un hombre maniatado y desmayado. Cuando Alfonso Braña salió de las garras de sus torturadores su cara era algo deforme, y su cuerpo estaba totalmente magullado. Antes de salir, el capitán Caro le cortó el pelo con una cuchilla en varias direcciones; en unos lados le dejó enormes calvas y en otros mechones de pelo, lo que daba a la cabeza y al rostro de este minero un aspecto horrible.
Cuando le tocó el turno a Tonín, lo que hicieron con él es sólo concebible en hombres que de seres humanos lo han perdido todo.
Antonio Zapico, que había pasado anteriormente por otros interrogatorios y por las cárceles franquistas, contrajo entonces una afección tuberculosa. Al ser violentado, le sobrevino un vómito de sangre. Para contenerlo, el capitán Caro le daba rodillazos en el rostro hasta que Antonio Zapico perdió el conocimiento.
Mientras se torturaba a estos dos hombres, las mujeres quedaron fuera, en otra habitación para ser interrogadas. Al oir cómo maltrataban a su marido y al otro minero, Anita empezó a gritar, a protestar, lo mismo que Constantina Pérez. Ciegas de indignación golpeaban la puerta del cuarto donde torturaban a los detenidos. Y ellas fueron también odiosamente maltratadas. Además, a estas dos mujeres, esposas de mineros y madres de familia, les cortaron el pelo al rape... Después quedaron detenidas. Anita salió en libertad días más tarde. Tina pasó a disposición del juez que entendía de los delitos de propaganda clandestina. Como resultado de la protesta, dentro y fuera de España, a los dos meses, al mismo tiempo que un grupo de mineros, también Tina recobró la libertad.
Lo sucedido con Everardo Castro causó viva impresión. En los primeros días de septiembre, este minero, padre de tres criaturas, fue sorprendido una mañana pintando letreros en las tuberías de la Duro Felguera.
- ¡Baja de ahí!- gritaron los guardias.
- Esperen. Cuando termine lo que estoy haciendo bajaré- dijo desde arriba con sorprendente sangre fría.
Con calma terminó de pintar los letreros que decían: Franco, asesino, el pueblo se vengará.
A causa de las torturas, Everardo Castro perdió el juicio, teniendo que ser recluido en el manicomio provincial de la Cadellada.
A otro minero llamado José Alonso, que trabajaba en el Coto Musel, de Laviana, padre de cuatro hijos de corta edad, las brutalidades a que fue sometido le ocasionaron trastornos mentales, por lo que tuvo también que ser conducido al Hospital Psiquiátrico.
A un vecino de Sama, Vicente Baragaña, las graves quemaduras que le produjeron, le provocaron una impotencia sexual.
Alfonso Vicente Seisdedos, minero del pozo Lláscaras, con domicilio en Cimalavilla-Lada, quedó, a consecuencia de las palizas, impotente y gravemente enfermo. Su cuñado Eduardo López Morente, que trabajaba en las minas Lláscaras, detenido y maltratado al mismo tiempo que él, a primeros de noviembre, aún no estaba en condiciones físicas de reanudar el trabajo.
A Juan Alberdi, de Carbones Asturianos, que vive en la Carreterilla de Lada, después de golpearle durante una noche entera, le quemaron el vello de los testículos. Tuvo que estar en cama durante varias semanas.
Los torturadores
Las brutalidades fueron obra, sobre todo, de los terroristas de la policía y la Guardia Civil, capitaneados por Fernando Caro Leiva, un capitán de la Guardia Civil trasladado a Asturias durante la huelga.
Los mineros destacaban la catadura moral de aquellos verdugos. El capitán Caro era un verdadero monstruo: con contextura de atleta, ebrio una parte del tiempo... los mineros contaban y no acababan. Durante la huelga golpeó, pateó y torturó a decenas de huelguistas.
En la Inspección General de Sama, donde instaló su cuartel de operaciones, cuando, a causa de los golpes, el minero Antonio Zapico comenzó a sangrar en abundancia, las salpicaduras alcanzaron el flamante pantalón del capitán.
- ¡Sangre roja! ¡Me pagaréis esta sangre de rojo!- comenzó a gritar como un poseído.
Ese mismo día, furioso y, al mismo tiempo movido por el miedo, descolgó un papel que tenía en su oficina clavado en la pared -era su nombramiento de capitán-, y comenzó a gritar queriéndoselo meter por los ojos a las personas detenidas:
- Miradlo bien, éste soy yo, éste es mi nombre. Aprendedlo bien.
Aquel valiente que, para apalear más cómodamente a los mineros, se ponía un traje de faena, trocando su uniforme por el atuendo de un deportista, después que hubieron cortado el pelo a Anita y a Tina, quería que ellas dijeran que no eran ellos los autores de la ignominia.
De nuevo salió a relucir en Asturias el nombre del comisario de policía Arce, de Mieres, al que ya hace tiempo conocían los mineros. En los primeros tiempos de la dictadura, cuando era oficial del Ejército, iba a caballo, hacía formar a los mineros; cuando se le antojaba, les echaba el caballo encima, atropellándoles y les obligaba a marchar a paso ligero hasta que se cansaba. A sus viejas glorias, durante la huelga sumó otras en la represión del Caudal.
También se distinguió Ramos, inspector de policía de Oviedo, jefe de la Brigada Político-Social de la Región. Entre otras prendas personales, Ramos poseía una petulancia nada común, falta de escrúpulos e instintos criminales. Era tan engreído como obtuso: pequeño de cuerpo y mucho más de alma, difícilmente podía ocultar su cobardía. ¿Qué queréis que haga? -decía a veces a los detenidos-, si no hago esto con vosotros, me lo haríais vosotros a mí.
El sargento Pérez, al que sin tener en cuenta su bien ganado ascenso, el pueblo seguía llamando cabo Pérez, era unánimemente repudiado por los mineros. Además de guardia civil era un perro de la empresa Duro Felguera, a cuyo servicio estaba. Golpeaba y torturaba sin piedad, pero cuando salía a la calle y se encontraba con personas a las que había maltratado, no se atrevía ni a mirarlas. Y así los Sevilla, los Blanco y compañía.
Mario Lada
Marzo 2010